4.3.12

rogar robar o prestar.

Es imposible negar que la ciudad tiene su encanto propio y personal. Es encanto caminar en horas de madrugadas por calles desiertas, iluminadas por solemnes faroles que podrían contar mil historias si pudieran hablarnos, acompañado por amigxs luego de una tocata. Es encanto pasear por un parque en un día gris con la bufanda al cuello, las manos en los bolsillos, escuchando algo que te haga estar en paz, que no desentone con el hermoso paísaje invernal que ofrecen las hojas al tocar el cielo. Recorrer en bicicleta las veredas y sus calles, con irresponsables audífonos atados a los oídos, volando de un lugar a otro. Por eso es estúpido comparar trágicamente ciudad con naturaleza, siendo que ambas son tan hermosas cada cual a su manera. La espesura de un bosque en medio de la perfecta oscuridad patagónica se compara con trazos larguisimos de barrios sin iluminar, los ríos que corren son como calles que se cruzan y juegan entre sí, todas con destinos distintos, cada una con su aventura. Quizás sea por esas aventuras que guardan las esquinas que no vale conocer solo la cara bonita de la ciudad, aquella que solo sale en las postales, esa que hipocritamente le da a nuestra urbe una pantalla de hermosa, perfecta y europea cultura. La ciudad es un laberinto que tiene miles de realidades, donde ninguna es igual a la otra, cada persona que habita en ella es una historia distinta que esconde tantos pasados como vidas contenga. Respira atestada de humo, de sonidos incoherentes y molestos, todas las voces se mezclan en un griterío incesante de molestias, de dichas, de reclamos, de enojos, y risas. En ella las personas salen a caminar, dos personas van de la mano sintiéndose enamoradas, en otra esquina alguien toca un instrumento para pagar su carrera, en la vereda del frente alguien habla por celular y nerviosa contesta que va llegando, al otro de la ciudad tres hombres agreden y roban a uno que tuvo la mala suerte de estar en el lugar equívocado en el momento equívocado. Es una selva, llena de sueños, de ventanas que se abren y se cierran, de gente subiendo y bajando de los vagones, de una micro, de un colectivo. Es un constante flujo de ruido que nunca se acalla, a veces duerme, cuando la mayoría de sus habitantes duerme y solo quedan pelagatos solitarios en sus calles, pero al otro día un grupo de hermosas personas prende una barricada y con eso prenden una idea, se escucha un grito que vocifera libertad a los cuatro vientos, el canto de una generación revolucionara, consciente y activa, que resiste y se niega a vivir la sumisa vida que imponen. Es una juventud hija de la dictadura, hija de exiliados, nieta de ejecutados políticos y desaparecidos. Una juventud que respira lucha, que pertenece a las calles y en ella lucha, inhalando represión inútil ante una idea imponente que se asoma, una idea que se hace con el paso de cada noche, a cada escondida y salida del sol, cada vez más real. Que hermoso es luchar por convicción y no por obligación, diferencia vital entre cada militante y protestante contra un policía, muerto en su interior. Que hermosa es la ciudad, pero más hermosa es su gente, rebelde y valiente.

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Si resulta que sí
si podrás entender lo que me pasa a mí esta noche,
Ella no va a volver
y la pena me empieza a crecer adentro.